Edición juvenil

El nacionalismo o la nación como menta

Juan Jesús Ayala.
(«El nacionalismo no es en absoluto accidental: sus raíces son hondas e importantes, fue en realidad nuestro desti­no y no un tipo contin­gente de enfermedad que los escri­torzuelos de la Ilustración nos transmitieron «).
El fin, el fundamento del nacio­nalismo a través de su discurso ideológico no es otro que conseguir que ese territorio en el que se vive llegue a constituirse como nación. Lo que a nivel teórico parece sim­ple y claro no ha sido así para algu­nos pensadores que han profundi­zado en el estudio del nacionalis­mo. Y quiero hacer mención a dos principalmente. A Eric Hobsbawm y Charles Tylli los que si en un mo­mento determinado fueron decididos definidores que la nación es la meta, no terminaron de verlo claro y en sus últimas propuestas mar­can ya una derrota un tanto cam­biante, pero que a mi entender, bastante desenfocados de una rea­lidad palpitante como es la de hoy, la del día a día.
Estos estudiosos llegaron a pre­decir que el final de la era naciona­lista estaba cantado dado que el sis­tema de estados nacionales no tiene capacidad para regular procesos trasnacionales, especialmente los flujos financieros o bien para diri­mir problemas globales como la ex­plosión demográfica, la situaciones migratorias, los desequilibrios abis­males y amenazantes de la distribu­ción de la riqueza en el mundo, la degradación de la naturaleza o la amenaza nuclear. Sin embargo, la realidad de los pueblos nos pone en situación de todo lo contrario.
Precisamente esas premisas que han esgrimido como fundamento de su teoría son las que se les vuel­ven en contra, ya que son las que actúan y empujan a los territorios, a la gente que los habita a sentirse unipersonales, a mirarse hacia adentro, a desvincularse de todo aquello que atente y comprometa su supervivencia e identidad.
Y es que se le hace muy difícil a los territorios que están bajo la in­fluencia supranacional de un esta­do omnímodo o de una Europa tu­telada desde Bruselas reconocerse así mismos. Y es así por razones obvias y no solo por las que ante­riormente hemos mencionado sino simplemente por una que es funda­mental: los seres humanos preten­den de todas todas seguir conser­vando su cara, su mar, los espacios aquellos donde han proyectado sus vivencias, donde trabajan, donde sueñan, donde aman…
Los pueblos han luchado desde siempre y desde que la humanidad tiene historia, por encontrarse. Y la historia ni se puede eludir ni volver al revés. Los pueblos se han hecho naciones por el camino del nacionalismo; no le demos más vueltas y no abundemos en las torpezas para justificar posiciones contrapuestas.
Ernest Gellner (si hablamos de nacionalismo no podemos dejar de tenerlo presente) no se cansa de
manifestar que «el hombre moder­no es modular y nacionalista». Ya no ocupa un puesto fijo en una so­ciedad tradicionalista y jerarquiza­da. Tanto el hombre como la mujer constituyen piezas modulares con su primigenia libertad y singulari­dad pero adaptables y encajables a un conjunto nacional e identifica­dos con este último, con la nación moderna y sus fines políticos.
Y es que los tres grandes fines políticos del mundo moderno, en frase de Taylor, el bienestar, los de­rechos y el autogobierno solo se comprenden en el marco de la na­ción, «un pueblo libre es un pueblo que se autogobierna». Y la lógica nos dice que un autogobierno sólo es posible en una comunidad don­de sus miembros se identifican con sus instituciones públicas, lo que pone de manifiesto que el naciona­lismo ha sido y es, ni más ni menos, que la respuesta de los territorios menos favorecidos y que han sido utilizados a lo largo y ancho de su historia como campo de pruebas de no se sabe que y donde la especulación y la depredación venía y viene dictada desde fuera de sus fronteras.
Y no se debe enlentecer el proce­so y desvirtuar la meta aunque al nacionalismo se le intenta adorme­cer lo que es alentado y provocado por los que tiene una visión política diferente. Pero ese adormecimien­to hay que asumirlo para saber los tiempos que tenemos encima y los acortamientos que hay que propi­ciar del espacio y de ese mismo tiempo.
Como tampoco podemos esgri­mir el predicamento que el nacio­nalismo se basa en el recurso histó­rico de un territorio sometido a tal o cual influencia. Bertrand Russell ya interroga: ¿Cómo sabemos que el mundo no se creó hace cinco mi­nutos con todos los recuerdos, y naturalmente con todos los regis­tros históricos, arqueológicos y geológicos? ¿Cuál sería la diferen­cia en ese mundo y el que ha estado rodando durante siglos y siglos? Esto puede ser un problema desde el punto de vista empírico de cual­quiera. Pero tampoco es definitivo. No es fundamental poner la mirada en el pasado, el nos recrea y hasta nos entretiene y alguna vez nos jus­tifica pero la verdadera enjundia del nacionalismo es mirar hacia adelante, hacia el futuro.
De ahí que la meta de cualquier nacionalismo cívico sea ese, la construcción de su territorio como nación; se sabe de las acechanzas y traiciones que han tenido a lo largo de su existencia los pueblos para hacerse así mismos. No cabe duda que el primer paso tiene que ser la consecución de un autogobierno, lo que a pesar de las promesas de los que dirigen la política desde más allá se trunca, se desvirtúa y se adormece (ahí el ejemplo del vara­palo que se le ha dado desde Ma­drid al Estatuto de Canarias). Pero la realidad de los pueblos es más tozuda que los que intentan que sea todo lo contrario.

Deja un comentario